A la palabra liberación no se la meneaba en la Argentina desde la ofrenda reverberante “acá tenés los pibes para la liberación”, que atronaba los patios de la Casa Rosada en la era Cristina. Nunca se aclaró bien de quién nos liberarían los nostálgicos setentistas de La Cámpora aunque por contexto narrativo podía suponerse que se referían al ubicuo y hediondo yugo imperialista.
Milei fue mucho más preciso, dijo que era el día de la liberación porque él había resuelto finalmente levantar el cepo. “Tras 15 años de control de capitales -afirmó-, hoy nos hemos deshecho para siempre de ese yunque al que estábamos encadenados, para retornar de una vez por todas a un sendero de crecimiento sostenible”. El énfasis estuvo en “para siempre”, visto que todo el país sabe que esta es la segunda vez que se levanta el cepo.
Donald Trump venía de llamar “de la liberación” al día que usó para sacudir el planeta con sus aranceles explosivos. Apenas transcurridas dos semanas Milei copió el recurso épico, pero para otro rubro. Seguramente no le habrían dado el Grand Prix de Cannes Lions si hubiera sido un creativo de una agencia de publicidad.
Ya lo de Trump había tenido un costado irreverente. Por estos días Italia y los Países Bajos conmemoran el verdadero Día de la Liberación, que ciertamente no es arancelario ni cambiario, se refiere al fin de la ocupación nazi. Para los italianos es el 25 de abril; para los holandeses, el 5 de mayo. Liberados fueron también hace ochenta años, con sorpresa, perplejidad, espanto, por el ejército soviético, los campos de concentración de Majdanek y Auschwitz. Los de Buchenwald y Dachau fueron liberados por las tropas norteamericanas. Bergen-Belsen, por los británicos. Esas sí fueron liberaciones.
Si no se dice más fuerte que esta terminología aplicada a medidas económicas constituye una banalización del Holocausto es porque cuando se patean tableros no queda espacio para cuestiones que sólo en apariencia son semánticas. Trump, más allá de que avanza dos pasos y retrocede uno a diferencia de Lenin, autor de “Un paso adelante, dos pasos atrás”, está dedicado a arrollar el orden económico mundial. Si en el camino se lleva puestas las palabras y las sacralidades, ¿quién se va a andar fijando?
Sin embargo, el lenguaje efectista, ese que relega el control de veracidad al último vagón, el que apela a la memoria colectiva sensible y desparrama sin descanso opiniones contundentes, no es un accesorio para los líderes de la derecha radical. Forma parte de su adn junto con el estilo disruptivo y determinado de la acción política filosa.
Milei no es el primero que sale a dar reportajes después de haber implementado con éxito una medida fundamental y que se jacta con aspavientos de su acierto y de lo errados que estaban los otros. Antes que en la estrategia, lo original está en el énfasis, en las exageraciones, la vanagloria, la petulancia, los modos provocadores. “No es que persuadís con las mala palabras”, explicaba hace poco la politóloga María Victoria Murillo en Ideas al analizar las sobreactuaciones de Milei. “Con las malas palabras lográs que te presten atención y te escuchen”. Hoy la competencia, decía Murillo, es un reality show.
Al levantamiento del cepo y el debut de las nuevas reglas el Presidente lo remachó con una exposición mediática que podría llamarse de inmersión. Incluyó, por empezar, la entrevista presidencial más larga de la historia. Desde las 8 y cuarto de la noche del lunes hasta la una de la mañana del martes, 4 horas 40 minutos, en el canal streaming Neura, de su amigo Alejandro Fantino. Previamente Milei ya le había dado a Luis Majul, en El Observador, otra entrevista de una hora 11 minutos.
En ese raid el Presidente se ufanó de las medidas cambiarias, habló de economía en términos técnicos, dio una explicación sobre cómo había sido el proceso decisorio de la salida del cepo, exaltó a su hermana, contó intimidades del poder, le hizo advertencias al campo relacionadas con la liquidación de divisas, formuló nuevos pronósticos inflacionarios, cantó una gastada de cancha adaptada a los economistas, se refirió a negocios en la ciudad, le agradeció el dinero del FMI a la búlgara Kristalina Georgieva y se equiparó con Messi en cuanto al trato con la prensa. Pero sobre todo se burló brutalmente de quienes lo criticaron.
No fue de una sola vez sino mediante sucesivas intercalaciones. Algunos de los destinatarios: Hernán Lacunza, Martin Guzmán, Carlos Melconian, Domingo Cavallo, Luis Seco, Marina Dal Poggetto, Jorge Fernández Díaz, Carlos Pagni, Alfredo Leuco y Jorge Macri. Distribuyó adjetivos variopintos, ninguno nuevo: ensobrados, basuras, mandriles, econochantas, imbéciles, soretes, pelotudos, repugnantes, mentirosos, malas personas. Algunas calificaciones no estuvieron personalizadas (“cucarachos” para aludir a los kirchneristas, referencias peyorativas a “la calidad humana” de economistas que siempre mienten). Lo único nuevo fue la palabra soez. Le aseguró a Majul que él nunca dice nada que lo sea (según la RAE, soez quiere decir bajo, grosero, indigno, vil). Majul, que tuvo una módica intervención en el diálogo, al cabo convertido casi en un monólogo, lo dejó pasar.
La relación entre la recuperación de la iniciativa y la aceleración de descargas de adjetivos insultantes resulta notoria. Ahora la dinámica quedó más en evidencia debido a que Milei viene de un período algo sosegado atribuible a la mala racha que arrancó con el caso Libra y que el bombazo del cepo acaba de cancelar. Quienes suponen que un próximo mejoramiento de la economía y un crecimiento de los elencos parlamentarios del oficialismo en octubre funcionarán como un Valium para el Milei insultador tal vez deban aplacar sus expectativas. Podría ser al revés: la jactancia generada por las buenas noticias, como la ordenada sepultura del cepo, parece funcionar como estimulador de la burla y la descalificación, gimnasia que esta vez Milei practicó sin parar a lo largo de más de cuatro horas seguidas.
La influyente agencia internacional Bloomberg publicó el lunes una columna de Juan Pablo Spinetto, editor jefe de economía y gobierno en América Latina, sumamente elogiosa para la política económica argentina. Dice que Milei merece crédito por adaptar su estrategia a las circunstancias cambiantes y que la Argentina tiene una gran oportunidad. Pero a la vez advierte: “El Gobierno debe mantener los pies en el suelo, evitar fanfarronadas innecesarias y estar listo para ajustar el programa según lo requieran las circunstancias”.
Truco ancestral, Milei ataca para defenderse. Un ejemplo es cuando habló de la obsesión de una parte del periodismo con el cliché de que su reciente viaje a Estados Unidos fue para buscar una foto con Trump. “¿Vos te creés que yo necesito una foto con Trump?”, le dijo, con acierto, a Fantino. Lo paradójico es que Milei no viajó a Florida en busca de una foto sino de algo mucho más importante, un encuentro, un diálogo directo con Trump, de modo que el fracaso de la misión fue, también, más trascendente. Normalmente las relaciones internacionales no se manejan así, con lances, a un costo logístico, además, de algo así como medio millón de dólares.
La visita del secretario del Tesoro Scott Bessent a Buenos Aires no dejó dudas del firme respaldo de la administración Trump a Milei, pero añadió preguntas. Preguntas que nadie le hizo a Milei. Si era tan elevado el nivel del respaldo de la Casa Blanca, ¿para qué tomó el riesgo de ir a Mar-a-lago sin una audiencia asegurada? Según su explicación el desencuentro se debió a que el helicóptero de Trump pinchó una goma, una verdad lateral, impropia del glamour hollywoodense, pero ante todo insuficiente para enmascarar el viaje de larga distancia más absurdo y oneroso que haya hecho un presidente argentino.
Es que falta decir algo: si es por el calibre de insultos que les reserva, los críticos que más enardecen a Milei son los que dicen que a veces improvisa.
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