En el imaginario colectivo, la adopción sigue asociada a la llegada de un recién nacido. Sin embargo, la mayoría de los chicos que hoy esperan una familia en Argentina ya pasaron los primeros años de vida. Niños de 5, 6, 7 u 8 años y también adolescentes, con el tiempo, ven diluirse la esperanza de ser elegidos.
En las últimas semanas, una marca de indumentaria, Key Biscayne, se puso al frente de una campaña de concientización bautizada, “Amor más allá de la sangre”, en la que retoma el tema con sensibilidad: a través de una serie de video podcasts, el empresario Nicolás Cuño conversa con figuras como Inés Estévez y José María Muscari sobre sus experiencias con la adopción. Lo que logra es abrir un espacio real para hablar de lo que pocos se animan y poner sobre la mesa un tema que es un enorme pendiente en el país.
Una espera que se alarga
En Argentina, más de 2200 niños, niñas y adolescentes esperan hoy una familia. Y aunque la cifra parece estar en equilibrio con la cantidad de personas inscriptas para adoptar, el verdadero problema es otro: la mayoría de los adoptantes quiere sumar a su familia bebés o niños muy pequeños, cuando cerca del 80% de los chicos en situación de adoptabilidad ya superó los 5 años. Según datos oficiales, menos del 2% de los postulantes estaría dispuesto a adoptar adolescentes, y un porcentaje aún menor acepta grupos de hermanos o chicos con alguna discapacidad. La brecha entre las expectativas de los adultos y la realidad de los niños deja a cientos de ellos con pocas oportunidades de ser elegidos. A eso se suma otro dato preocupante: la cantidad de personas que se inscriben para adoptar cayó más de un 60% en los últimos cinco años. Así, la espera se vuelve doblemente incierta para quienes ya pasaron demasiadas años sin una familia.
Desde la Red Argentina por la Adopción, Natalia Florido acompaña de cerca las historias de quienes buscan adoptar y también la de los chicos que todavía esperan. Aunque reconoce una leve apertura en los últimos años (más consultas, interés y visibilidad), los números siguen siendo elocuentes: la mayoría sigue soñando con un bebé, mientras que el promedio de edad de quienes están en situación de adoptabilidad ronda entre los 8 y los 12 años. Muchos, incluso, ya son adolescentes. “Ningún chico debería crecer pensando que ya es tarde para tener una familia”, apunta Florido. Pero la espera, en muchos casos, se vuelve larga y silenciosa.
El desafío, cuenta, no está solo en ampliar la disponibilidad adoptiva, sino en cambiar la lógica con la que se piensa el proceso. “No se trata de que la familia elija al niño, sino de encontrar una familia que pueda alojar la historia de ese niño”, explica. Para eso, hacen falta adultos reales, disponibles, con capacidad de sostén y apertura emocional. También hace falta acompañamiento, porque construir vínculos con chicos que ya vivieron institucionalizaciones o rupturas vinculares no es lo mismo que criar desde el inicio. Por eso, desde la Red ofrecen grupos de contención, orientación personalizada y espacios de escucha. La clave no es borrar el pasado, sino aprender a construir desde ahí.
Elegir y ser elegido
“Hay una idea instalada de que si uno adopta a un niño grande va a terminar mal, que son chicos con más heridas, con más traumas. Pero no siempre es así”, sostiene Sofía Paz, psicóloga social, directora y fundadora del hogar convivencial Una Posta en el Camino. Desde hace años, acompaña de cerca los procesos de institucionalización y adopción de chicos que vivieron situaciones complejas. “Lo importante no es lo que el niño trae, sino qué proceso pudo hacer para sanar, y qué información y herramientas tiene la familia que lo recibe para integrar esa historia”, apunta.
Uno de los grandes desafíos, según ella, es cambiar el enfoque: dejar de pensar que el pasado debe borrarse para empezar de cero y entender que la historia del niño forma parte del vínculo. Por eso, en su hogar trabajan con la idea clave de que los chicos también puedan sentirse parte activa del proceso. “Les decimos algo como: ‘Juan y Paula quieren conocerte para ver si querés elegirlos como papás’. Parece un detalle, pero cambia todo”, explica. Ese gesto mínimo devuelve agencia, pertenencia, posibilidad de vínculo real.
Lo mismo ocurre con los prejuicios sobre el trauma: no hay evidencia de que un niño más grande tenga más dificultades que uno pequeño. Pero lo que sí marca la diferencia es el acompañamiento. Y en ese punto, el sistema falla. Según datos del Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, el 45,5% de los niños en guarda preadoptiva son restituidos al sistema. ¿La razón? Falta de preparación, de redes de apoyo, de espacios donde aprender a ser familia para un niño grande. Porque la realidad es que una vez que unos padres adoptan, el Estado no los acompaña en lo más mínimo.
Aprender a confiar
En los procesos de adopción, especialmente cuando se trata de chicos mayores, no alcanza con tener ganas: hace falta preparación, acompañamiento y una comprensión profunda de lo que significa alojar una historia que ya empezó. Adriana Reaño, licenciada en Psicopedagogía, especialista en el abordaje forense y docente universitaria, lo plantea así: “La llegada de una familia adoptiva no es solo una buena noticia. También es una experiencia profundamente movilizadora que implica aceptar lo que no fue, transitar duelos, resignificar la historia y abrirse a nuevas posibilidades”.
Desde su rol, Reaño trabaja con chicos que han atravesado situaciones de vulneración de derechos y que muchas veces llegan a la adopción con trayectorias escolares fragmentadas, dificultades vinculares o desconfianza hacia los adultos. “El desafío es volver a confiar”, dice. “Comprender que hay adultos distintos, con otras formas de cuidado, y que es posible construir nuevos lazos”. Para eso, el juego aparece como una herramienta fundamental, ya que no solo permite conocerse y compartir, sino que habilita un espacio donde aflojar los miedos y ensayar nuevas formas de estar en relación.
Pero también hay una responsabilidad del sistema: “Es clave que los equipos técnicos compartan información clara, respetuosa y completa sobre los chicos. Ese acto, muchas veces subestimado, puede marcar la diferencia en cómo se inicia un vínculo”. Y lo mismo vale para las familias. No hay que idealizar ni suponer, estar disponibles para observar, escuchar y sostener. Porque si bien es cierto que muchas veces se teme llegar tarde (perderse las primeras palabras, los primeros pasos), también hay primeras veces que solo ocurren en la adolescencia: las primeras vacaciones compartidas, los primeros logros en común, los primeros gestos de confianza. “Y lo que se construye desde la verdad y la ternura deja huella”, concluye la especialista.
Adoptar a un niño grande no es gesto heroico ni una tarea imposible. Es una decisión que, con acompañamiento y voluntad, puede cambiarle la vida a todos los involucrados.